Es la hora indecisa de la primera madrugada. El escenario está vacío. Aparece iluminado con luces indirectas y un foco central que baña el centro. Es un pequeño bar de karaoke en ese tiempo del fin de semana en el que los amigos ya se han reencontrado, los nuevos amores se han visto y las parejas se han besado demasiadas veces. Todos allí se conocen. Todos son gente amiga. Por eso te han pedido que cantes, que subas a ese escenario en semioscuridad y les cantes una canción de esas que te gustan. Una canción de Maná, por ejemplo. Cómo quisiera, por ejemplo. Has dicho que sí después de muchos ruegos. Quizá te gusta que te insistan o, quizá, no estés tan segura de ti como aparentas. Quizás te has fijado en algún chico y quieres impresionarle. Quizás lleves dentro de ti algo parecido a un amor sin futuro. Y lo haces. Subes al escenario. Frente a ti la pantalla rutilante con las letras en rojo, para evitar que te equivoques como tantas otras veces. Alrededor de ti, las sonrisas,
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