El hombre llevaba un traje gris que le sentaba como un guante. Bajo la chaqueta asomaban protocolariamente los puños de la camisa blanca y el cuello bien ajustado, rodeado por una estrecha corbata negra. Era alto y muy delgado. Algunas hebras grises saltaban su pelo, de forma intermitente, pero su bigote aparecía lustroso, mostrando un sello de vitalidad desusada en aquel marco. Dashiell Hammett había llegado pronto. No sabía cómo, las horas, en ocasiones largas, se le habían pasado tan deprisa la noche antes. En el garito azul al que llegó pasadas las dos de la madrugada, halló a una rubia esplendorosa con los dientes salidos al estilo conejo, pero con un trasero apetecible. No recordaba ya de quien partió la iniciativa pero la noche resultó provechosa. Bebidas, humo y mujeres, su ecuación más perfecta. Alguien, su agente quizá, lo metió en la cama a punto de evitar el colapso. Y, después de dormir muy pocas horas, se despertó de bastante mal humor. Allí estaba, por fin, en es
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