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"Todo lo que hay" de James Salter


Antonio Muñoz Molina no había leído a James Salter. En los días siguientes a su muerte, en 2015, se empapó de su obra y escribió que  libros como estos son los que uno da a conocer de inmediato a la persona querida urgiéndole a su lectura. Lo comparto. 

Conocí a James Salter hace algunos años, a través de una persona, ese boca a boca literario que es el más útil y perfecto. El contagio de la escritura, de los buenos libros. Me enamoré de su forma de escribir. Esplendorosa forma de hilar las palabras, de recrear los espacios mentales, de contar la vida. Cuando lo leí, creí entrever una dimensión nueva en la escritura, un camino sin recorrer. El libro fue "Todo lo que hay".  Es decir, comencé por el final, por su última obra, la que se escribió desde la total experiencia y con el anuncio cierto de su final. Confieso que su lectura me perturbó. Temas que se tratan desde un punto de vista diferente, o, quizá y sobre todo, propio. No hay reiteraciones ni hay lugares comunes. Simple y llanamente, inteligencia literaria, también inteligencia social. Preocupaciones. Búsquedas. Encuentros. Eso es Salter en estado puro. 

Las emociones y el placer de estar vivo representados en una narración deslumbrante, en una apabullante carretera que traza el camino desde la página uno hasta el final, sin respiro ni duda. Allí está todo lo que hay, desde luego.  Después de eso, en un rito ya conocido con respecto a otros autores, tuve que bucear en él para ¿conocerlo? hasta el fondo. Al menos hasta el fondo de su palabra escrita. Lo que queda es lo que está escrito, pensaba él. Creía en el valor de la escritura como testimonio, como testigo imparcial y único del paso por la vida. Incluso el sentimiento más profundo, la evidencia más clara, no existirían si no los convertimos en palabras. Leí sus cuentos. Intensos, contenidos, llenos de un especial sentido que traspasaba al papel su propia idea de lo que somos. Luego leí sus memorias. Reconocí en sus palabras un eco cierto y una afirmación segura sobre las cosas. La existencia y la literatura aunadas. 

Salter  tuvo una larga vida, noventa años. La aguda observación del exterior se complementa con la mirada hacia dentro, hacia sí mismo. Se observa como si no fuera necesario tener compasión, como si las veleidades, las dudas y los misterios humanos fueran todos una parte indisoluble de la propia existencia.

En "Todo lo que hay", el mundo editorial y el periodístico, que tan bien conocía el autor, se retratan sin piedad, pero, al tiempo, sin acritud, sencillamente. Su disección es literaria pero también vivencial, ambiental podíamos decir. Había sufrido desde siempre el desprecio de sus colegas escritores, esa clase de displicencia que rechaza lo que es distinto y lo que se presume valioso. Así funcionan estas cosas. 

Pero Salter era, además, un soldado. Como Cervantes, decía él. Admiraba al autor del Quijote con la veneración de quien sabe quiénes son los maestros. Nacido en 1925 en la ciudad de Nueva York con el nombre real de James Horowitz, a los diecisiete años entró en la academia militar de West Point y durante doce años prestó servicio como piloto de guerra en las Fuerzas Aéreas estadounidenses, participando en más de cien acciones de combate en Corea. Un hombre de acción y un hombre de letras. Esa experiencia se trasladó a sus primeras obras, entre ellas "Pilotos de caza" escrita en 1956 y llevada al cine con el papel protagonista de Robert Mitchum. 

No fue un escritor prolífico (se ocupó de vivir y no solamente de escribir) ni tampoco regular o sistemático. Ni popular. Perdió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras de 2014 a manos de John Banville, aunque siempre pensé que lo debería haber ganado él. Pero pocos escritores pueden igualar sus cuentos que se recogieron en dos colecciones "Anochecer" de 1988  "La última noche" de 2005.  Para mí, los cuentos de Dashiell Hammett y los de  James Salter son la cumbre del género, junto con Chéjov. Asimismo, su libro de memorias es de lectura obligada ("Quemar los días, 1997").

La fama llamó a su puerta cuando ya tenia 87 años a raíz de la publicación de "Todo lo que hay", su primera novela en 35 años. Al final de su vida tuvo, pues, una pizca de reconocimiento popular y algunos premios de los muchos que su talento merecía desde siempre. 

Leyéndolo, he tenido la sensación cierta de que vivió hasta apurar el último sorbo y que, lejos de ser un escritor enjaulado en las palabras, era un hombre libre. 

James Salter falleció el 19 de junio de 2015 en Nueva York. 

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