Ir al contenido principal

Jane Austen y la lectura de novelas


(Bárbara Laage, París, 1946)
Novela, sí. ¿Por qué no decirlo? No pienso ser como esos escritores que censuran un hecho al que ellos mismos contribuyen con sus obras, uniéndose a sus enemigos para vituperar este género de literatura, cubriendo de escarnio a las heroínas que su propia imaginación fabrica y calificando de sosas e insípidas las páginas que sus protagonistas hojean, según ellos, con disgusto. Si las heroínas no se respetan mutuamente, ¿cómo esperar de otros el aprecio y la estima debidos?...
Así se expresa Jane Austen, en primera persona, en su obra La abadía de Northanger. Sale a la luz su opinión mientras relata los gustos literarios de Catherine Morland e Isabella Thorpe.
Defiende con vehemencia el derecho de estas muchachas a leer aquello que más les guste y la necesidad de que los propios novelistas no abominen de lo que hacen. El alegato se pierde entre las páginas del libro y puede pasar desapercibido si no se hace una lectura atenta. La suave brisa parlanchina que aletea sobre Austen oculta a veces el interior. No hay que permitir que eso ocurra. 
Por otra parte, dado el tono mordaz, risueño, divertido e irónico que impregna el libro, no deja de resultar llamativa esta intervención casi gremial que hace la autora. Esta llamada al sentido común de sus colegas, los escritores. Y, en este otro sentido, sigue pareciendo una curiosidad el hecho de que sin tener ningún libro publicado (pues La abadía de Northanger estuvo dispuesto para ello antes que ninguno de sus otros libros pero el desprecio del primer editor lo condenó al silencio durante años… y terminó siendo publicado póstumamente) ella ya se considere a sí misma “escritora”.
La conciencia de autoría, el orgullo por el trabajo que realiza, son tan potentes en Austen que llaman la atención poderosamente. Según ella, no es escritor el que publica (como dicen muchas voces), sino el que escribe, independientemente de que tenga o no público, de que sus obras vean o no la luz. Es cierto que en algún libro de memorias escrito por familiares se dice que era una persona sencilla, que escribía para entretenerse y bla, bla, bla. Nada más erróneo que esto, nada menos cierto. Por eso causan tanta extrañeza estas opiniones de los que eran sus allegados. 
La crítica literaria recibe, en este fragmento del libro, una buena andanada:

Dejemos a quienes publican en revistas criticar a su antojo un género que no dudan en calificar de insulso, y mantengámonos unidos los novelistas para defender lo mejor que podamos nuestros intereses.
Un discurso profesional, tanto como político. Alude a una supuesta comunidad de intereses entre escritores, algo que no existía en aquel momento, presidido por feroces individualidades; no distingue sexos, cosa harto compleja y, además, larga contra los críticos la advertencia de su dudosa labor. Nada nuevo bajo el sol, en este caso. Y no falta la argumentación de su defensa de la novela. Una argumentación que se basa claramente en una cuestión difícilmente rebatible: el placer que la lectura de novelas proporciona a los lectores.
¿O he de decir a las lectoras?

Representamos a un grupo literario injusta y cruelmente denigrado, aun cuando es el que mayores goces ha procurado a la Humanidad. Por soberbia, por ignorancia o por presiones de la moda, resulta que el número de nuestros detractores es casi igual al de nuestros lectores.
Resulta de interés el convencimiento expresado por la escritora de que las personas que leen novelas, aun extrayendo de ello el máximo placer, suelen ocultar estas preferencias y aludir a otro tipo de lecturas más conspicuas o consideradas socialmente más elevadas desde el punto de vista intelectual.
Esta clase de mentiras, seguramente usuales en aquel tiempo, podía aplicarse ahora a la lectura de determinados libros, considerados menores por aquellos que se llaman a sí mismos gurús de la cosa literaria. Por ejemplo, las propias novelas de Austen, consideradas como “románticas”, “femeninas”, y otros apelativos nada adecuados, por cierto, a partir de las opiniones de reductos conservadores que no han leído sus libros precisamente por considerarlos propios de mujeres. 
Si preguntamos a una dama: “¿Qué lee usted?” y ésta, llámese Cecilia, Camilla o Belinda, que para el caso lo mismo da, se encuentra ocupada en la lectura de una obra novelesca, nos dirá sonrojándose: “Nada…una novela”; hasta sentirá vergüenza de haber sido descubierta concentrada en una obra en la que, por medio de un refinado lenguaje y una inteligencia poderosa, le es dado conocer la infinita variedad del carácter humano y las más felices ocurrencias de la mente avispada y despierta.
Considerando que el libro estaba totalmente terminado en 1799 y que la autora había nacido en 1775, está claro que alguien que con veinticuatro años demuestra esta clarividencia y es capaz de formular opiniones tan rotundas, es una persona con suficiente talento, capacidad, inteligencia y valentía como para haber logrado completar una obra literaria de envergadura tal que su revisión a lo largo del tiempo la ha convertido en un hito fundacional y fundamental de la historia de la novela y, por ende, de la literatura.

Comentarios

Entradas populares de este blog

"Baumgartner" de Paul Auster

  Ha salido un nuevo libro de Paul Auster. Algunos lectores parece que han cerrado ya su relación con él y así lo comentaban. Han leído cuatro o cinco de sus libros y luego les ha parecido que todo era repetitivo y poco interesante. Muchos autores tienen ese mismo problema. O son demasiado prolíficos o las ideas se les quedan cortas. Es muy difícil mantener una larga trayectoria a base de obras maestras. En algunos casos se pierde la cabeza completamente a la hora de darse cuenta de que no todo vale.  Pero "Baumgartner" tiene un comienzo apasionante. Tan sencillo como lo es la vida cotidiana y tan potente como sucede cuando una persona es consciente de que las cosas que antes hacía ahora le cuestan un enorme trabajo y ha de empezar a depender de otros. La vejez es una mala opción pero no la peor, parece decirnos Auster. Si llegas a viejo, verás cómo las estrellas se oscurecen, pero si no llegas, entonces te perderás tantas cosas que desearás envejecer.  La verdadera pérdida d

“El dilema de Neo“ de David Cerdá

  Mi padre nos enseñó la importancia de cumplir los compromisos adquiridos y mi madre a echar siempre una mirada irónica, humorística, a las circunstancias de la vida. Eran muy distintos. Sin embargo, supieron crear intuitivamente un universo cohesionado a la hora de educar a sus muchísimos hijos. Si alguno de nosotros no maneja bien esas enseñanzas no es culpa de ellos sino de la imperfección natural de los seres humanos. En ese universo había palabras fetiche. Una era la libertad, otra la bondad, otra la responsabilidad, otra la compasión, otra el honor. Lo he recordado leyendo El dilema de Neo.  A mí me gusta el arranque de este libro. Digamos, su leit motiv. Su preocupación porque seamos personas libres con todo lo que esa libertad conlleva. Buen juicio, una dosis de esperanza nada desdeñable, capacidad para construir nuestras vidas y una sana comunicación con el prójimo. Creo que la palabra “prójimo“ está antigua, devaluada, no se lleva. Pero es lo exacto, me parece. Y es importan

Ripley

  La excepcional Patricia Highsmith firmó dos novelas míticas para la historia del cine, El talento de Mr. Ripley y El juego de Ripley. No podía imaginar, o sí porque era persona intuitiva, que darían tanto juego en la pantalla. Porque creó un personaje de diez y una trama que sustenta cualquier estructura. De modo que, prestos a ello, los directores de cine le han sacado provecho. Hasta cuatro versiones hay para el cine y una serie, que es de la que hablo aquí, para poner delante de nuestros ojos a un personaje poliédrico, ambiguo, extraño y, a la vez, extraordinariamente atractivo. Tom Ripley .  Andrew Scott es el último Ripley y no tiene nada que envidiarle a los anteriores, muy al contrario, está por encima de todos ellos. Ninguno  ha sabido darle ese tono entre desvalido y canalla que tiene aquí, en la serie de Netflix . Ya sé que decir serie de Netflix tiene anatema para muchos, pero hay que sacudirse los esquemas y dejarse de tonterías. Esta serie hay que verla porque, de lo c

Un aire del pasado

  (Foto: Manuel Amaya. San Fernando. Cádiz) Éramos un ejército sin pretensiones de batalla. Ese verano, el último de un tiempo que nos había hechizado, tuvimos que explorar todas las tempestades, cruzar todas las puertas, airear las ventanas. Mirábamos al futuro y cada uno guardaba dentro de sí el nombre de su esperanza. Teníamos la ambición de vivir, que no era poco. Y algunos, pensábamos cruzar la frontera del mar, dejar atrás los esteros y las noches en la Plaza del Rey, pasear por otros entornos y levantarnos sin dar explicaciones. Fuimos un grupo durante aquellos meses y convertimos en fotografía nuestros paisajes. Los vestidos, el pelo largo y liso, la blusa, con adornos amarillos, el azul, todo azul, de aquel nuestro horizonte. Teníamos la esperanza y no pensamos nunca que fuera a perderse en cualquier recodo de aquel porvenir. Esa es la sonrisa del adiós y la mirada de quien sabe que ya nunca nada se escribirá con las mismas palabras.  Aquel verano fue el último antes de separa

Rocío

  Tiene la belleza veneciana de las mujeres de Eugene de Blaas y el aire cosmopolita de una chica de barrio. Cuando recorríamos las aulas de la universidad había siempre una chispa a punto de saltar que nos obligaba a reír y, a veces, también a llorar. Penas y alegrías suelen darse la mano en la juventud y las dos conocíamos su eco, su sabor, su sonido. Visitábamos las galerías de arte cuando había inauguración y canapés y conocíamos a los pintores por su estilo, como expertas en libros del laboratorio y como visitantes asiduas de una Roma desconocida. En esos años, todos los días parecían primavera y ella jugaba con el viento como una odalisca, como si no hubiera nada más que los juegos del amor que a las dos nos estaban cercando. La historia tenía significados que nadie más que nosotras conocía y también la poesía y la música. El flamenco era su santo y seña y fue el punto culminante de nuestro encuentro. Ella lo traía de familia y yo de vocación. Y ese aire no nos abandona desde ent

“Anna Karénina“ de Lev N. Tolstói

Leí esta novela hace muchos años y no he vuelto a releerla completa. Solo fragmentos de vez en cuando, pasajes que me despiertan interés. Sin embargo, no he olvidado sus personajes, su trama, sus momentos cumbre, su trasfondo, su contexto, su sentido. Su espíritu. Es una obra que deja poso. Es una novela que no pasa nunca desapercibida y tiene como protagonista a una mujer poderosa y, a la vez, tan débil y desgraciada que te despierta sentimientos encontrados. Como le sucede a las otras dos grandes novelas del novecientos, Ana Ozores de La Regenta y Emma Bovary de Madame Bovary, no se trata de personas a las que haya que imitar ni admirar, porque más que otra cosa tienen grandes defectos, porque sus conductas no son nada ejemplares y porque parecen haber sido trazadas por sus mejores enemigos. Eso puede llamarse realismo. Con cierta dosis de exageración a pesar de que no se incida en este punto cuando se habla de ellos. Los hombres que las escribieron, Tolstói, Clarín y Flaubert, no da

Días de olor a nardos

  La memoria se compone de tantas cosas sensibles, de tantos estímulos sensoriales, que la mía de la Semana Santa siempre huele a nardos y a la colonia de mi padre; siempre sabe a los pestiños de mi invisible abuelo Luis y siempre tiene el compás de los pasos de mi madre afanándose en la cocina con sus zapatos bajos, nunca con tacones. En el armario de la infancia están apilados los recuerdos de esos tiempos en los que el Domingo de Ramos abría la puerta de las vacaciones. Cada uno de los hermanos guardamos un recuerdo diferente de aquellos días, de esos tiempos ya pasados. Cada uno de nosotros vivía diferente ese espacio vital y ese recorrido único desde la casa a la calle Real o a la explanada de la Pastora o a la plaza de la Iglesia, o a la puerta de San Francisco o al Cristo para ver la Cruz que subía y que bajaba. Las calles de la Isla aparecen preciosas en mi recuerdo, aparecen majestuosas, enormes, sabias, llenas de cierros blancos y de balcones con telas moradas y de azoteas co