Ir al contenido principal

"Los niños tontos" Ana María Matute

Hay un ejercicio que me gusta hacer cuando llega el tiempo espacioso de las vacaciones. Nota al margen: que conste que escribí "despacioso" pero el corrector del Air me ha corregido a su vez y así ha surgido "espacioso" que es una palabra que también encaja a la perfección porque puede significar que hay espacio para todo, tiempo para aburrirse, que me decían cuando era chica. 

Ese ejercicio es husmear por las estanterías de mis libros a buscar cualquier cosa que me llame la atención y que me haga detenerme. Hay libros que ni siquiera recuerdas haber leído, haber comprado o que te hayan regalado. Dedicatorias curiosas de gente que ya no está en tu vida o que nunca estuvo, a pesar de que te regaló un libro. Algunos de esos libros, sin embargo, encierran un significado muy especial. 

Este es uno de ellos. Apenas tenía yo veinte años cuando lo leí, en esa edición de Destino de unos años atrás (la tercera edición, he de decir) y tengo en la cabeza la sensación que sentí y hasta las lágrimas que derramé con algunos de sus cuentos. Una lectura honda, diría yo. Porque Matute era una escritora muy honda, muy llena de significados, plena de sentido. 

El libro es tan chiquitín. Unas ochenta páginas en letra suelta, fácil de leer, con dibujos y un aire de texto de colegio. Veintiún cuentos muy breves, apenas de un folio cada uno, dedicados a esos niños que nos parecen diferentes y que quizá lo son, aunque no siempre esa diferencia sea a favor nuestra. Siempre acude a mi memoria, cuando pienso en este libro, aquel cuento de Juan Ramón en el que el niño tonto se fue al cielo. Quizá el retrato más exacto de la candidez de aquellos a quienes la naturaleza negó sus dones en un reparto tan injusto como inevitable. 

En "Los niños tontos" hay niños y niñas. Está la niña fea, el hijo de la lavandera, el niño que no sabía jugar, el niño del cazador, el niño de los hornos, la niña que no estaba en ninguna parte...Ninguno de estos niños tiene nombre salvo, curiosamente, Zum-Zum, que es el niño que encontró un violín en el granero, uno de los más extensos del libro. Cada uno de estos niños exhibe un acento particular, una circunstancia, una característica, un error, que brilla con insolencia en el universo en el que transitan, en el que hacen una vida, a veces a medias. 

He conocido a algunos de estos niños. No son como los niños africanos, que nunca lloran porque saben que es inútil llorar. Tampoco tienen el horror pintado en los ojos que muestran a las cámaras los niños refugiados de las guerras. Ni el desconcierto de los niños enfermos en los hospitales, constantemente preguntándose por qué a mí. No. Los niños que he conocido sonríen con una sonrisa cauta, ingenua y débil. Se mueven con cuidado, porque no quieren hacer ruido, no quieren que se note su presencia. Desmenuzan los juguetes, se preguntan acerca de ellos y, en ocasiones, no saben usarlos ni saben para qué sirven. Los niños que he conocido tan de cerca, tan de cerca, tienen el aire de los niños de este libro, son niños pálidos, niños asustados, niños en evidencia, niños perdidos, como aquellos que buscaba Peter Pan con tan relativo éxito. 

Matute es una escritora poderosa. Detalla los rostros de los niños, el movimiento de sus manos y pies, el gesto de su cara, el mohín de su nariz, al tiempo que describe lo que los rodea con una cierta ternura, con esa mirada comprensiva de quien no juzga, ni advierte, ni riñe, sino cuenta. Contar es muy difícil. Los cuentos son la esencia más exacta de la literatura. Quizá de la vida plasmada en palabras. Ella lo sabía. Y el lenguaje sirve a esa intención prístina de que todo resulte transparente. Por eso los diminutivos son la esencia de estos cuentos. Diminutas sensaciones, diminutos espejos, diminutos sentimientos, la pequeñez convertida en causa, efecto y razón de ser. Niños tan pequeños...

Comentarios

Entradas populares de este blog

39 páginas

  Algunas críticas sobre el libro de Annie Ernaux "El hombre joven" se referían a que solo tiene 39 páginas. ¿Cómo es posible que una escritora como ella no haya sido capaz de escribir más de este asunto? se preguntaban esos lectores, o lectoras, no lo sé. Lo que el libro cuenta, en ese tono que fluctúa entre lo autobiográfico y lo imaginado, aunque con pinta de ser más fidedigno que el BOE, es la aventura que vivió la propia Annie con un hombre treinta años más joven que ella, cuando ya era una escritora famosa y él un estudiante enamorado de su escritura. Los escépticos pueden decir al respecto que si no hubiera sido tan famosa y tan escritora no habría tenido nada de nada con el susodicho joven, que, además, podía ser incluso guapo y atractivo, aunque ser joven era aquí el mayor plus, lo máximo. Una mujer mayor no puede aspirar, parece decirnos la historia, a que un joven se interese de algún modo por ella si no tiene algún añadido de interés, una trayectoria, un nombre, u

La primera vez que fui feliz

  Hay fotos que te recuerdan un tiempo feliz, que abren la puerta de la nostalgia y de la dicha, que se expanden como si fueran suaves telas que abrazaran tu cuerpo. Esta es una de ellas. Podría detallar exactamente el momento en que la tomé, la compañía, la hora de la tarde, la ciudad, el sitio. Lo podría situar todo en el universo y no me equivocaría. De ese viaje recuerdo también la almohada del hotel. Nunca duermo bien fuera de mi casa y echo de menos mi almohada como si se tratara de una persona. Pero en esta ocasión, sin elegir siquiera, la almohada era perfecta, era suave, era grande, tenía el punto exacto de blandura y de firmeza. Y me hizo dormir. Por primera vez en muchas noches dormí toda la noche sin pesadillas ni sobresaltos. La almohada ayudó y ayudó el aire de serenidad que lo impregnaba todo. Ayudaron las risas, el buen rollo, la ciudad, el aire, la compañía, el momento. No hay olvido. No hay olvido para todo esto, que se coloca bien ensamblado en ese lugar del cerebro

"Baumgartner" de Paul Auster

  Ha salido un nuevo libro de Paul Auster. Algunos lectores parece que han cerrado ya su relación con él y así lo comentaban. Han leído cuatro o cinco de sus libros y luego les ha parecido que todo era repetitivo y poco interesante. Muchos autores tienen ese mismo problema. O son demasiado prolíficos o las ideas se les quedan cortas. Es muy difícil mantener una larga trayectoria a base de obras maestras. En algunos casos se pierde la cabeza completamente a la hora de darse cuenta de que no todo vale.  Pero "Baumgartner" tiene un comienzo apasionante. Tan sencillo como lo es la vida cotidiana y tan potente como sucede cuando una persona es consciente de que las cosas que antes hacía ahora le cuestan un enorme trabajo y ha de empezar a depender de otros. La vejez es una mala opción pero no la peor, parece decirnos Auster. Si llegas a viejo, verás cómo las estrellas se oscurecen, pero si no llegas, entonces te perderás tantas cosas que desearás envejecer.  La verdadera pérdida d

Siete libros para cruzar la primavera

  He aquí una muestra de siete libros, siete, que pueden convertir cualquier primavera en un paraíso de letra impresa. Siete editoriales independientes de las que a mí me gustan, buenos traductores, editores con un ojo estupendo.  Aquí están Siruela, Impedimenta, Libros del Asteroide, Hermida, Hoja de Lata, Errata Naturae, Periférica. Siete editoriales en las que he encontrado muchos libros bonitos, muchas buenas lecturas. En Errata Naturae los de Edna O'Brien con su traductora Regina López Muñoz, que está también por aquí. De Impedimenta mi querida Stella Gibbons y mi querida Penelope Fitzgerald entre otras escritoras que eran desconocidas para mí. Ah, y Edith Wharton, eterna. Los Asteroides traen a Seicho Matsumoto y eso ya me hace estar en deuda con ellos. Y los clásicos en Hermida. Y Josephine Tey completa en Hoja de Lata. Y Walter Benjamin en Periférica. Siruela es la editorial de las grandes sorpresas. 

Curso de verano

  /Campus de Northwestern University/ Hay días que amanecen con el destino de hacer historia en ti. No los olvidarás por mucho tiempo que transcurra y esbozarás una sonrisa al recordarlos: son esos días que marcan el reloj con un emoticono de felicidad, con una aureola de sorpresa. He vivido mil historias en los cursos de verano. Durante algunos años era una cita obligada con los libros, la historia o el arte, y, desde luego, de todos ellos surgía algo que contar, gente de la que hablar y escenas que recordar. El ambiente parece que crea una especialísima forma de relación entre los profesores y los estudiantes, de manera que no hay quien se resista al sortilegio de una noche de verano leyendo a Shakespeare en una cama desconocida. Aquel era un curso de verano largo, con un tema que a unos apasionaba y a otros aburría, en una suerte de dualidad inconexa. Sin embargo, el plantel de profesores no estaba mal. Había alguna moderna con ínfulas, que este es un género repetido, y también uno

Slim Aarons: la vida no es siempre una piscina

  El modelo de la vida feliz en los cincuenta y sesenta del siglo pasado bien podría ser una lujosa mansión con una maravillosa piscina de agua azul. En sus orillas, hombres y mujeres vestidos elegantemente, con colores alegres y facciones hermosas, charlan, ríen y toman una copa con aire sugestivo. Esto, después del horror de las dos guerras mundiales, bien valía la pena de ser fotografiado. Así lo hizo el fotógrafo Slim Aarons (1916-2006) un testigo directo y también un protagonista entusiasta, del modo de vida de las décadas centrales del siglo XX, en el que había una acuciante necesidad de pasar página, algo que ni la guerra fría consiguió enturbiar. Como si estuviera permanentemente rodando una película y un carismático Cary Grant fuera a aparecer para ennoblecer el ambiente.  Slim nació en una familia judía de Nueva York y tuvo una infancia desastrosa. No había felicidad sino desgracias y eso se le quedó muy grabado. Luego estuvo en la segunda guerra mundial y allí cubrió momento

Días de olor a nardos

  La memoria se compone de tantas cosas sensibles, de tantos estímulos sensoriales, que la mía de la Semana Santa siempre huele a nardos y a la colonia de mi padre; siempre sabe a los pestiños de mi invisible abuelo Luis y siempre tiene el compás de los pasos de mi madre afanándose en la cocina con sus zapatos bajos, nunca con tacones. En el armario de la infancia están apilados los recuerdos de esos tiempos en los que el Domingo de Ramos abría la puerta de las vacaciones. Cada uno de los hermanos guardamos un recuerdo diferente de aquellos días, de esos tiempos ya pasados. Cada uno de nosotros vivía diferente ese espacio vital y ese recorrido único desde la casa a la calle Real o a la explanada de la Pastora o a la plaza de la Iglesia, o a la puerta de San Francisco o al Cristo para ver la Cruz que subía y que bajaba. Las calles de la Isla aparecen preciosas en mi recuerdo, aparecen majestuosas, enormes, sabias, llenas de cierros blancos y de balcones con telas moradas y de azoteas co