Me acuerdo de los besos que no hemos compartido, el aire leve sobre las comisuras, esa lengua fugaz en el centro del fuego, el ardor de la sangre con sabor a nostalgia. Me acuerdo de los besos bajo las buganvillas, el olor del verano abierto en las ventanas, el sabor de la mar escrita en los azules, todo lo que se pierde, todo lo que se siente. Me acuerdo de los besos con el temblor cercano, con el runrún suave de tu boca que vuela, con el muro del sueño firmemente apretado, con los dientes en celo, con el cuerpo sumiso. Me acuerdo de los besos que te daba en mis noches, a solas en mi alcoba, en un sueño cuajado, besos de hielo, sol, de caliente armonía, besos que no escribimos, besos blancos, los besos.
Mi padre nos enseñó la importancia de cumplir los compromisos adquiridos y mi madre a echar siempre una mirada irónica, humorística, a las circunstancias de la vida. Eran muy distintos. Sin embargo, supieron crear intuitivamente un universo cohesionado a la hora de educar a sus muchísimos hijos. Si alguno de nosotros no maneja bien esas enseñanzas no es culpa de ellos sino de la imperfección natural de los seres humanos. En ese universo había palabras fetiche. Una era la libertad, otra la bondad, otra la responsabilidad, otra la compasión, otra el honor. Lo he recordado leyendo El dilema de Neo. A mí me gusta el arranque de este libro. Digamos, su leit motiv. Su preocupación porque seamos personas libres con todo lo que esa libertad conlleva. Buen juicio, una dosis de esperanza nada desdeñable, capacidad para construir nuestras vidas y una sana comunicación con el prójimo. Creo que la palabra “prójimo“ está antigua, devaluada, no se lleva. Pero es lo exacto, me parece. Y es importan
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