El caso es que no recuerdo la fecha pero conocí a Andrés Neuman en una Feria del Libro de Sevilla, allá en esa carpa que habilitan en la Plaza Nueva donde los autores se sientan en una pequeña tarima y los lectores en sillas de madera forradas de blanco, como si asistieran a una boda en una hacienda de Utrera o Carmona. La tarde de primavera era cálida y Neuman nos contaba, con su acento peculiar y una media sonrisa que siempre gasta, a saber por qué extraño motivo, las peripecias de los viajes que le condujeron a escribir algunos de sus libros. Los aeropuertos y las estaciones de tren, esos sitios de tránsito en los que puede uno hallar fuente de inspiración o de desesperanza, fueron el poso en el que buceó para plasmar sus vivencias y sus pensamientos en el papel. Neuman es polifacético y tiene una obra miscelánea, muy variada y a veces efímera, porque anda por la red, a través de su propio blog, que cuida y mima. Pero deja en el papel huella precisa para que los lectore
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