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¿Bailas?

(Dmitri Kasterine. Fotografía. The Twist. 1962) La casa aparecía detrás de una verja verde y de unos naranjos que ocultaban parcialmente la fachada. Tenías que asomarte a propósito para ver la esbelta línea de la azotea, rematada de amarillo, o los dos pequeños escudos que estaban esculpidos a ambos lados del balcón principal. Otras ventanas eran los ojos del edificio, todo él amable y risueño, como si la vida en su interior no pudiera ser sino placentera.  Estaba al final de la calle. Justo en una esquina que daba a la gran plaza abierta que llevaba el nombre del país. Era una calle larga, recta, en cuesta, y que se abría a ambos lados en multitud de calles más pequeñas. Su nombre tenía reminiscencias ultramarinas, como otras muchas del pueblo. Y sus habitantes se creían poseedores de un paraíso que nadie más tenía la oportunidad de disfrutar. Así, todas las tardes, los escalones de mármol de las casas se dejaban ver al tiempo que los vecinos sacaban a la calle sus sillas

Casi un despertar

(David Parrish. A mitad del camino. 2007. Hiperrealismo) Todos los días iniciaba una frase de la misma manera: De pronto descubría que.... La frase se interrumpía en este instante y quedaba inconclusa. La frase y la intención. La intención era que un haz de luz la iluminara para que ella fuera capaz de ver el punto de vista exacto, la forma exacta de calibrar qué era aquello, una actitud exactamente cierta. Quiero saber qué soy, repetía. Quiero saber qué siento, ansiaba.  Lo hacía todos los días sin darse cuenta. Iba por la calle en alguno de sus paseos cotidianos y la frase surgía: De pronto descubría que.... Cuando llegaba la interrupción no sabía qué decir. Y, luego, si quería recordarlo, todo se escapaba como aire entre los dedos. Una gota de sol en el agua fría habría bastado para convertir esa frase en un amuleto. Pero nada encajaba. Así que vez tras vez las palabras eran ineficaces. No servían.  No bastaba la brisa de la tarde, ni el resplandor del sol, ni el ol

"Me llamo Lucy Barton" de Elizabeth Strout

Lucy Barton está en la cama de un hospital. No se va a morir de esta dolencia pero durante meses tendrá que convivir con la enfermedad y el dolor.  Su marido no irá a visitarla (salvo un día excepcional) porque no soporta los hospitales. Sus hijas son demasiado pequeñas para eso.  Solamente su madre se sentará durante unos días al pie de la cama y será el momento entonces de revivir la infancia, la adolescencia y la suciedad que su vida de familia le sugiere a Lucy cuando la recuerda. Nada puede olvidarse, aunque lo intente.  Este libro es un ajuste de cuentas con el pasado tanto como una forma de explicarse a sí misma. Habla de cómo escribir lo que una es y de cómo reconstruirlo en la mente, de forma que se aplaquen las penas antiguas y se entiendan las dudas.  La gente que discurre por el libro no tiene apenas nada que contar salvo su propia historia: vida cotidiana que no reluce sino que atropella los sentidos. Oscuridad, miedo, pobreza, miseria, suciedad. Otra ve

París

La última vez que vi París tú tenías los ojos azules. El día antes, en el aeropuerto, me pareció entrever algo de enfado, seguramente por mi culpa. Desde hace años sé que todos los momentos difíciles llevan mi firma. Me he acostumbrado tanto que, si alguien en las noticias de la radio, se da a la fuga después de cometer un crimen, yo siento que usurpo su papel y que he disparado o empujado al vacío.  Una fina neblina cubría la calle del hotel y los árboles parecían la cúpula de alguna iglesia de las que recorría cada tarde para resguardarme del calor o del frío. El otoño es un tiempo traicionero y, a veces, sin que nadie advirtiera su presencia, las gotas de lluvia nos salpicaban y dejaban un reguero de huellas en las caras, a punto de llorar o de reír, quién sabe. El suelo estaba comenzando a llenarse de hojas y el viento tenía un sabor húmedo que no podría encontrar en otro lugar del mundo.  Bastaron unos días para entenderlo todo. Para saber que podías ser la entrada al

Exactamente risas

(Retrato de una mujer hada. Sophie Gengembre Anderson. 1823-1903) De pronto había descubierto algo que la dejó sin palabras. Una carencia, la falta de una cualidad que había poseído y que parecía estar desapareciendo sin motivo alguno. Halló el motivo y supo qué era. Lo descubrió sin llegar a las lágrimas, eso fue lo mejor de todo. Por casualidad o no tanto. A fuerza de pensar y de vivir anclada en pensamientos que nadie iba a entender sino ella. Supo que la risa se marchó cuando él llegó a su vida. La risa era una forma de soportar el mundo, de ahondar en sus misterios, de reforzar el sentimiento de pertenencia a la vida. Pero él sofocó su risa con ironía y con críticas. Él ahuyentó sus risas con punzadas de dolor inevitables. Desde que él estaba, la risa se había escondido inequívocamente asustada de tanta lejanía y de tanto cinismo. Así, cuando lo supo, también supo que el tiempo de él estaba a punto de acabarse. Ella no era una bruja, sino un hada. Y las hadas sonríen.

Otro septiembre

(El jardín. Claude Monet)  Los jardines en septiembre ya no son promesas. Están a punto de convertirse en nada. Una letanía de palabras los predijo y solo algunas de ellas pudieron cumplirse en el mejor de los casos. Las flores se amontonan en racimos para adornar las casas y el cabello, pero es el punto final, la hora de retorno, el suma y sigue de un tiempo que nunca volverá a ser el mismo.  Cada septiembre trae su melodía, entona cada cual un canto diferente. No es lo mismo reírse, que esperar que las lágrimas se apaguen. No es lo mismo mirarte que saber que tu voz está tan lejos como el trueno en la noche. Los relámpagos acucian a las flores y quieren convertirlas en estatuas de sal. Tú, sin saber ya nada, sin entenderme apenas, has renunciado a la promesa que no pudiste hacer porque era otra mentira de las que te navegan sin puerto y sin banderas.  Así en septiembre estamos dibujados como si ese pintor ya no fuera poeta y sus pinceles encubrieran la rabia de saber

Un western para escuchar poesía

Siempre me ha parecido que el western es uno de los géneros más poéticos del cine. Esos paisajes áridos, las grandes extensiones, la soledad de los héroes, las cabalgadas indecisas, el miedo al fuego de las balas, los pueblos deshabitados, el abuso de los poderosos, el engaño a los sentidos, la valentía de ser uno y elevarse sobre los demás....Si repasamos la nómina de películas del oeste en las que un aire lírico recorre las escenas estoy segura de que hallaremos muchos títulos.  Este es el caso de "La venganza de Jane". Aunque el título no se corresponde con la realidad porque Jane lo que hace es intentar sobrevivir. Quiera estar tranquila, alejarse de la maldad, pero no lo consigue. Su belleza, su orgullo, sus deseos de una vida digna, impiden que transija y la no transigencia es un pecado en ese terreno salvaje en el que todo está permitido a algunos.  Natalie Portman es la protagonista. Su belleza compone imágenes preciosas, pero sin almíbar, más bien con la r

"La mujer de la libreta roja" Antoine Laurain

Los nombres franceses son tan encantadores… Tienen ese toque elegante del que carecen en otros idiomas. En este libro hay muchos nombres, a pesar de ser un libro sencillo en el que no se necesita mapa para orientarse. Simplemente leer y leer. La lectura discurre con placidez y sabes que has partido de un punto para llegar a otro. Nada de meandros, de escorrentías, de tormentas de verano, de estuarios o cataratas. Es un río tranquilo en el que los personajes no tienen doblez, son lo que son y lo que dicen ser. Aunque, en el caso del protagonista, Laurent Letallier, librero, divorciado de Claire, padre de Chloe y ocasional amante de Dominique, hay un pequeño matiz. Si lo desvelo, la trama saltará por los aires, así que dejémoslo estar. Laure Valadier sufre un atraco. El ladrón se lleva su bolso y a ella la deja en coma. Laurent Letallier encontrará el bolso y ahí empezará todo. Otras personas tendrán su papel en la historia y, como novedad, un par de felinos Belphégor y Putin ,

La aventura

(Pintura. Edward Hopper)  Quise tener con él una aventura. Una de esas que no tienen nombre. Que terminan apenas al principio. Que no escarban el alma. Quise que fuera mío, aunque solo una noche. Una noche en la que el aire hablara. Una noche en la que el cielo abriera una puerta cerrada a cal y canto. Quise que la pasión fuera la música. Que se encendiera el fuego de los cuerpos perpetuos. Una llama para envolvernos toda.  Así lo dibujé instante tras instante, lo escribí con palabras, lo cultivé en los sueños. Así esperé que existiera el milagro, que un deseo amanecido lo trajera hasta mí. Pero el sonido helado de su voz me devolvió a la tierra. Me contestó sin verme y sin sentirme. Me convirtió en la sombra que todavía perdura. 

Una mujer escribe

Si pudiera, te escribiría una carta. Sería una larga misiva, con puntos suspensivos, cursivas, negritas, las tildes en su sitio, comillas y una plaga de interrogaciones y admiraciones. Una carta compuesta de palabras y de deseos. De miedo y de evidencia. Sería una carta inevitable, una carta que no puede dejar de escribirse ni aun de lanzarse al mar como ese mensaje en la botella.  La carta tendría varios párrafos. Tengo que explicarte tantas cosas…No sería suficiente una breve pincelada, no entenderías así todo lo que tengo que contarte. Las palabras no bastarían, por eso un ejército de acompañantes llevarían de la mano las sílabas y las letras hasta su destino. Lo suyo es que la carta fuera en papel suave, de color champán, con doradas letras y un sobre precioso, que llevara un membrete con mi nombre y el tuyo en mayúsculas, o quizá en letra antigua, de esas que aparecen en las películas que te gustan.  Sería una carta sincera. Tal vez demasiado. Una carta que tú leerías

Jane Austen y los amores contrariados

(Harriet Smith, en la versión de la BBC de "Emma" de Jane Austen. 2009)  Quizá el personaje femenino que más desaires amorosos recibe de todas las mujeres del universo Austen es Harriet Smith. No creo que haya en esta elección ningún elemento discriminatorio, aunque quizá la vida y los antecedentes de Harriet la convierten en una presa fácil para estos desafueros. Educada en un internado de mediana categoría, Harriet es hija natural de, se supone, un caballero. Esta atribución se basa meramente en que la familia aprovisiona económicamente a la muchacha en lo que se refiere a los gastos del internado, pero ahí se queda su preocupación por ella. Es una chica de rasgos dulces, cara bonita y luces escasas. Inocente y hasta con cierta torpeza intelectual. La suerte, o la desgracia, de Harriet es convertirse en la "amiga especial" de Emma Woodhouse cuando esta se queda sin su compañía favorita, esto es, la señorita Taylor que se convierte en la señora Weston al pr

A la ciudad le habían robado el mar

(Charles Conder. Pintura) A la ciudad le habían robado el mar. No se podía distinguir a simple vista desde las avenidas, o las plazas, las calles o los blancos escalones de entrada a las viviendas. Tenías que subir a los altos campanarios, otear el horizonte desde las azoteas, sortear el verdín de las espadañas, distinguir el perfil de los miradores. Le habían robado el mar sin previo aviso y sus habitantes no tenían claro si eran una isla, un fortín, un despropósito, una ciudad armada hasta los dientes, un reclamo de algo que nadie pretendía, un paraíso imposible para los extranjeros, un reino inacabable mezclado con harina.  El patio del colegio tenía árboles rosas. El rosa del almendro se extendía por esa superficie inmaculada a los ojos de quienes ya nunca serían adolescentes. Los niños adoraban esos árboles. Nunca molestaban el crecimiento de sus pequeñas hojas y en ellos los pájaros construían nidos que nacían y morían eternamente.  La madre con la niña paseaba

Allí la dicha tenía razón de ser

(Charles Conder. Pintura. Dunas)  Salíamos temprano. Éramos muchos. Chicos y chicas que buscaban la intimidad del mar para conocerse mejor. Las risas eran el telón de fondo y también las canciones de moda. Todos bailaban al andar, el baile era su forma de expresarse. Las dunas tenían un encanto diferente y eran su territorio. Acampaban allí como si fueran una tribu salvaje. Parecía que nunca iba a acabarse el día. Las horas de sol chorreaban ese disfrute de la adolescencia interminable.  En algunos momentos ellos y ellas se separaban. Las chicas se lavaban la cabeza en el mar y se enjuagaban los largos cabellos con cerveza. El tono dorado del líquido formaba una capa brillante que duraba varios días. Los hombros se tostaban y las piernas se exponían al sol para que las sandalias lucieran en la noche. El anticipo de la felicidad era ese aire radiante del mar mezclado con alcohol.  Las confidencias se sucedían y también los besos oportunos, las manos enlazadas, las cin

Recuerdas el color de las olas....

( Charles Conder. Pintura)  Recuerdas el color de las olas. Se complacían en encontrarse unas y otras sin miedo, con total osadía. Tu padre arribaba a la playa muy temprano y dejaba allí esa preciada carga de las hijas, dos a lo más, casi siempre una, que contemplaban extasiadas el amanecer del mar. Ese mar tenía aire salado. Sin construcciones, sin casas ni bebidas, sin sombrillas, sin casetas de lonas rayadas, ni chiringuitos, ni escaleras, el mar solo, tan solo como esa figura que se sentaba a verlo cada día.  La arena se doraba con el paso del tiempo. Las horas transcurrían limpias de ideas y de mentiras. Todas ellas se escribían con alguna ilusión que nunca llegaría a convertirse en algo. Era la nada sentida y vivida así, frente al mar, azul eléctrico en ocasiones, las más en verde cristalino, grises dorados al caer el mediodía, estallante de luz y de calor incierto. Era el mar y ya tú presentías que un día ibas a echarlo de menos tanto como a su figura, de beige y bl

Cuentos para Francine van Hove: ¿Dónde estás?

Una vez recorría yo la calle de un punto a otro de una ciudad desierta. Era un verano abrasador, en la hora más tórrida del día. Mi corazón saltaba. Llevaba un vestido de gasa azul celeste, suave al tacto, con un encaje muy tierno en el escote que tenía forma de pico, pronunciado, hondo. El vestido flotaba sobre el aire caliente del mediodía y yo andaba sobre unas sandalias blancas que me hacían un poco de daño. Eran nuevas, solo para ocasiones especiales. Llevaba un sombrero del color del vestido.  En ese momento sonreía sola. Miraba al frente, con los ojos cubiertos por mis gafas de sol, oscuras, impenetrables, pero la sonrisa se traslucía de inmediato, a pesar de que era una sonrisa interior. La sonrisa de la plenitud, quizá. La sonrisa de la nostalgia anticipada. La de la sorpresa o la duda. Venía de hacer el amor con un hombre que me amaba profundamente y al que yo abandonaría sin remedio unos días después. Nos separaban quince años, una esposa, dos hijos y mucha incertid

Cuentos para Francine van Hove: Palabras de luz

Aprendí a leer sola. Pero, antes de eso, aprendí a hablar. Atribuirle nombre a las cosas, llamarlas por su nombre, pronunciar sus nombres. Hablaba en alta voz y mi mirada recorría los muebles, las calles, los espacios, los rostros, citando los sustantivos como si fueran tesoros recién descubiertos. Algunas palabras me parecían extraordinarias. Abubilla . No sabía qué era una abubilla, no he visto una abubilla nunca, pero el sonido era delicioso. Ese comienzo atropellado que recordaba la palabra abuela . Ese final pícaro, como si fuera un diminutivo. Abubilla.  Mi madre siempre me relataba que la gente no entendía cómo una niña tan pequeña podía pronunciar todas las palabras sin errores. Una vez sostuvo una discusión con una señora que se empeñaba en decirle que yo no podía tener tres años, que eso era imposible. Mi madre no olvidó nunca el incidente y lo repetía cuando había ocasión, en esos momentos dulces en los que comentaba las anécdotas familiares como si fueran hechos hi

Cuentos para Francine van Hove: El tercer hijo

Cuando era un niño lloraba mucho. Era un río de lágrimas imparables que desesperaba a la familia y que avergonzaba a su padre. Sus dos hermanos mayores, le decía, eran machotes, chavales fuertes que no tenían tanta pamplina ni eran tan tiquismiquis. Entonces, tras la regañina, él se dirigía a escondidas al regazo de su madre y allí seguía llorando un rato más, hasta que ella le daba una onza de chocolate y él se marchaba a rumiar su pena en otro lugar de la casa.  Era una casa grande y muy destartalada. Tenía un patio central y era de una sola planta. La fachada estaba encalada y la cubría una azotea espaciosa y abierta al sol. Una de esas casas de pueblo que se construyen sin criterio, poco a poco, según van naciendo los hijos. Por eso las habitaciones cambiaban de uso a cada instante. Cuando él nació hubo que hacer obras. Era el tercer varón en una familia que ansiaba una niña, así que no le hicieron demasiado caso, pero acotaron un tabique en un cuarto de plancha cerca de l

Cuentos para Francine van Hove: El autobús no espera

El autobús no espera. Se ha marchado. En medio del calor de la tarde de Corpus. Gente que se pasea, gente que espera, la procesión todavía no ha salido. Mucha gente. Yo sola. El autobús se ha ido y no he bajado. No he llegado a encontrarte después de tantos días, después de tantas horas de teléfono, después de tantas cartas, después de la incesante geografía de las manos, de los ojos, del cuerpo.  Nada. No he marchado a mirarte, ni a mirar la película contigo. Estás solo. El autobús no espera. Ya se ha ido. Y yo no. Yo sigo todavía en las calles, anclada entre la gente. No llevo mi traje de domingo, ni llevo mi sonrisa, ni llevo mis palabras, ni llevo mis deseos. No estoy, en realidad, no me he marchado. No he querido llegar hasta la plaza que tantas veces vio nuestros secretos, la plaza donde el suelo tiene el olor de pasos de quiénes no perdieron la esperanza de verse. Pero nada se ha escrito de nosotros y ya no somos nada. El autobús se marcha y te esperan mil tardes de lla

Cuentos para Francine van Hove: Todos los perros ladran al anochecer

Así que eso era todo: decir adiós sin más, sin otra explicación que el cansancio del tiempo. Nada de aquella chica rubia, nada de aquellos ojos verdes, nada de mi mirada triste, nada de mi cansancio, nada de mí...No tuviste piedad y tuve que marcharme, oírte era un imposible sufrimiento. Dejar atrás el mar, dejar la infancia, dejar la casa, dejar el corazón, dejarlo todo… Ahora sé que mi cura no vino únicamente por las voces amigas o por la edad (tan sólo veinte años). Fue la quietud del campo, las luces de neón, el suelo, tenso y tibio, el calor, las noches bañadas por un silencio fijo. Baeza me recibió como si yo misma fuera Machado, como si hubiera perdido a Leonor, como si tuviera que marcharme al exilio, como si mi madre preguntara entrando en la ciudad: "¿Llegaremos pronto a Sevilla?". Baeza abrió los brazos y entendió que llorara una semana entera, los siete días primeros de mi estancia, porque el amor se iba y yo no lo entendía.  Luego, vino la música, la

Cuentos para Francine van Hove: La enredadera

En la calle de mi infancia hubo una vez una casa hermosísima. Perteneció tiempo atrás a un marino que vivía solo. Era una casa especial, distinta a todas las demás, con un aire de misterio y soledad que te encogían el corazón al pasar por delante. A los niños les gustaba pararse y contemplar, con los ojos semicerrados, el efecto del sol en su fachada. Estaba pintada de blanco, con remates de color azul prusia y un zócalo alto de piedra ostionera. Sus grandes balcones se cubrían con rejas de hierro forjado y, en el centro de la puerta de entrada, oscura y amplia, había un precioso llamador de latón en forma de mano. La casa se cubría con unas amplias azoteas, como suele ser tradición constructiva en este sur. Las azoteas se comunicaban entre sí a través de unos muretes de baja altura. Debía ser una delicia recorrerlas, recibir el aire del sol en los días entrantes de la primavera, y sentarse allí, al abrigo, cuando soplaba el levante. La casa era muy grande. Tenía muchas y amplias h